martes, 30 de agosto de 2011

EROS.

Aquella noche el cielo lloraba de pena porque me había alicatado a un cuerpo que no me correspondía. Me había convertido en un parásito mudo. Molesto y confuso.
Matando lentamente a una víctima casi inocente presa de su propia ceguera y deseo.
Me pasaba las obscenas horas quieto, muy quieto. Observando cómo mi presa perdía fuerzas intentando entender por qué parecía tan ausente. ¿Qué esperaban encontrar mis ojos detrás de su propia niebla?
Pasó el tiempo.
Sin importarle la muerte inminente por mi presencia, mi rostro desconfiado o mi boca cerrada, él, cada noche se desgarraba para que sintiera lo mismo que sentía cuando me tenía junto a él.
Pero yo solo me dedicaba a estar allí, enganchado a su cuerpo, succionando su energía. Cada vez más grande y él más pequeño. Lo había dejado sin fuerzas, casi exhausto, aprovechándome de su cuerpo y de su puto amor, sin ni siquiera apartar la mirada de la pared.

Cerca del final decidí mirarle a los ojos. Él ya no podía ni moverse, casi ni hablar.
Yo, maldito parásito, lo había consumido, exprimido, y encima con su consentimiento. Decido apartar mis ojos de la fría pared y dejar que por primera vez nuestras miradas empapadas en contradicciones se crucen, y me quedé paralizado.
Me había dejado llevar por la comida fácil. Carroñero. Fácil e inalcanzable a la vez. Egoísta.

Saco fuerza y tiro del velcro que me había pegado a su mitad izquierda del pecho. Al principio cuesta, y duele. Hacía mucho tiempo que estaba allí, con él.
Tiro más fuerte, y me despego.
Empiezo a caminar hacia delante y en mi cara no se dibuja ninguna mueca de remordimiento por dejarlo tirado en la cuneta, sin aliento. Herido.
El mismo aliento que le había robado para seguir mirando al sol que se reia de la noche que había llovido, porque no daba ni un duro por mi.
Dejaba un cuerpo sediento atrás y un mundo nuevo, muy nuevo por delante.
Un parásito desnudo, complejo y con ganas de Eros en algún lugar donde no conocieran mi mala reputación.





-H-

No hay comentarios: