martes, 14 de junio de 2011

Ella.

Se llamaba Ella.
Cada tarde llegaba a casa,  medio dormida sobre su brazo derecho. Con un ojo entreabierto mirando el paisaje en modo copiloto.
Cuando se apagaba el motor abría cansadamente la puerta y esperaba a que la recibiera moviendo el rabo su perra. Que se abalanzara sobre sus piernas y abriera la boca y sacara la lengua, como burlándose de su rutina.
Después, Ella, recorría los escasos 4 metros que la separaban de la puerta de la cocina, aún medio dormida.  Se podía intuir que sus ojos estaban casi cerrados, que se sabía de memoria el camino, pero nadie lo sabe porque siempre los ocultaba bajo su flequillo. Le gustaba pensar que era como esa especie de niebla que hay algunos días de enero. Que mira y no deja mirar.
Atravesaba la cocina, que siempre olía muy raro, una mezcla entre India y marruecos. Una fusión de especias no muy acertada.
Ella se paraba sin ganas en el vestíbulo y dejaba sus cosas al principio de las escaleras, con la esperanza de que algún día subieran solas y no tuviera que arrastrar aquella carga más tiempo. Después, volvía sobre sus pasos a la cocina. Allí la esperaba su hermana, ya sentada a la mesa, y con una mirada de libertad incipiente. De deseos de ver mundo. Si, totalmente una mirada que desbordaba independencia.
Seguidamente llegaba él, de lo profundo de la casa, con camiseta blanca y un aspecto entre niño y prejubilado que desconcertaba a la hora de adivinar su edad. Se parecía mucho a Ella, pero eran tan iguales como opuestos. Los dos admiraban la ambigüedad de un silencio y solían hacer bromas sin sentido. Sin embargo él poseía una dosis extra de confianza e ingenuidad. Era demasiado terrenal para los miles de pájaros que Ella tenía en la cabeza.
Por último, desde los fogones,  una mujer de estatura baja,  de pelo moreno, muy largo y espeso, se giraba mirando por encima de las gafas y con un cacillo en la mano derecha.
La comida ya está lista, decía. Siempre era alguna extraña sopa de mil y una verduras diferentes, aderezada con una mezcla imposible de especias. Y siempre preparada por la misma mujer de ropas estrambóticas y collares de semillas.
Se sentaban alrededor de la mesa. Ella siempre le daba vueltas a la sopa hasta que se enfriaba, tenía tantas cosas inútiles sobre las que pensar…
La televisión sonaba de fondo, como una leve melodía a la que te acostumbras rápidamente. A Ella le gustaba, la tele evitaba que tuviera que hablar. Odiaba hablar con esa gente, odiaba darles explicaciones a esos seres tan extraños. Pero a veces surgían conversaciones. 
Las empezaba la mujer de ropas raras. Su cara brillaba por sí sola sin falta de maquillaje.
Aquel día habló sobre el cielo y sus misterios. Sobre la Tierra y sus misterios. Sobre el hombre y sus misterios. Habló sobre extraños seres que  nos visitaban, sobre leyendas y sobre experiencias propias. Se hizo un silencio sepulcral.
Ella miraba fijamente el fondo de su plato mientras daba vueltas a la poca sopa que quedaba. Se le daba bien aparentar indiferencia, y siguió escuchando.
La mujer continuó hablando, de mensajes de otros mundos, de cambios inminentes, de la necesidad de comunicarnos entre nosotros y de una mente más abierta.
En definitiva, de cosas tan sorprendentes que bailaban entre la línea de lo cuerdo y lo fantástico. Una fantástica locura.
El hombre y la hermana de Ella se miraron, perplejos… No eran la primera vez que oían a la mujer hablar de estos temas, así que la misma dinámica de siempre se volvió rutina. Primero la dejaban hablar durante horas, luego cuestionaban hasta cada punto y coma de su discurso, para finalmente fundirse en una profunda carcajada.
Sin embargo, Ella permanecía quieta, rígida como una piedra. Impotente por las risas y desconcertada por el discurso de la mujer. No podía ser cierto. Ella siempre había dicho que solamente lo que puede ver es lo que existe. Punto, no hay más. No, imposible.
Sí, en realidad era lógico, increíble pero lógico. Además, no iba a tomar por loca a su propia madre. Eso nunca. Los otros dos seguían riéndose. Ella apretó los dientes y dio un golpe con la cuchara en medio de su plato. La sopa le salpicó la cara, la ropa y los brazos. Nadie se dio cuenta.
Pero ¿por qué se reían? ¿Qué tenía de gracioso todo eso?- pensaba-  Se están vendando los ojos ellos mismos. Somos tan pequeños y el universo tan grande… Está claro, no estamos solos.
A Ella se le cayeron todas la teorías. Había recibido tanta información de repente que no sabía lo que hacer.
Así que se levantó de la silla, recogió su plato y encorvada sobre su espalda, arrastrando los pies como un muerto viviente, se deslizó hasta el sofá. Sin pensarlo se desplomó sobre él y encendió la tele.
La tele. Ahora su dulce melodía no le deja pensar, sobre todo lo que ahora sabía y le asustaba. Sobre lo desconocido. Ahora las dudas y los problemas los tienen los personajes de las series, Ella solo debe mirar. Mirar hipnotizada y esperar a que se le cierren los ojos lentamente y se haga el silencio. Ese silencio que tanto añora en estos momentos.
Para olvidar. Todo lo que ahora sabe. Para no tener miedo a que la llamen loca.
Ella, no está loca.





-H-

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