lunes, 2 de mayo de 2011

La auténtica historia de los Hombres Musaraña.



Que no va de vampiros morcilleros ni de los que parten el bacalao ni de partidos en el camp nou.
Va de ellos, de los auténticos, de los verdaderos.
Mis hombres musaraña, esos niños llenos de piojos y rodillas peladas.

[...]

Los hombres musaraña comían  limones, llamaban a los timbres, se rompían los dientes y se peleaban.
Los pequeños hombres musaraña juraban que jamás besarían a una chica, se caían de los árboles  construyendo fuertes y a veces, de muy vez en cuando soñaban con ser mayores y poder acostarse tarde.
Inocentes, pensaron que así serían libres.

[...]
Pero un verano, como pudo ser otro cualquiera, los hombres musaraña desaparecieron. Dejaron de encontrarse, dejaron de esperar en el parque. Y se quitaron las capas y las espadas de madera. Aparcaron las bicis y guardaron los globos de agua. Y se pusieron pantalón largo, y gomina.
Lo que antes eran castillos, barcos y bosques encantados, ahora yacían como meros bancos y árboles.
Los hombres musaraña se echaron colonia y taparon con polvo los bólidos de madera. Guardaron las herramientas robadas, pero siguieron cagándose en la puta de oros y en la madre del vecino, que para ellos venía a ser lo mismo.
No se despidieron, ni dijeron esto se acabó, simplemente creyeron haberse hecho mayores. Y fingían.
Fingían no estar rotos por dentro. Fingían no buscarse, fingían buscar nuevos amigos. Fingían no quererse.
Lamentaron no tener ninguna aventura a destacar, porque todas eran buenas, todas las batallas y chichones merecieron la pena, pero nadie dijo nada al marcharse. No tuvieron una “Gran Victoria” ni una valiosa lección de la vida. Cambiaron, sin darse cuenta, como todos los niños. Aún se veían todos los días, y a veces se sonreían vagamente para volver a sumergirse en sus complicadas vidas sociales. Amigos, enemigos, novios, novias, jefes, empleados, navajeros, desempleados…
Empezaron a mirarse diferente. Peor, a no mirarse.
Creyeron que serían libres y ahora lloran al mirar sus cicatrices en las rodillas y los balones rotos. Y al recordar la primera fiesta en casa de esa chica que les seguía a todos lados, que se ensuciaba más las manos, que les pegaba, que saltaba más alto y escupía más lejos. Y que prometieron al unísono no enamorarse nunca de ella.
Siempre serían los Hombres Musaraña, y ella. Y ella.


Hay quien piensa que la desaparición de los Hombres Musaraña se debió a que ella tuvo que marcharse. En ocasiones, uno de ellos se le acercaba con ojos de incertidumbre y le preguntaba tímidamente si regresaría algún día.
Puede, dijo. Tal vez, puede.
Y esperaron, por primera vez esperaron.
Así fue como dejaron de creer en su única patria, la infancia y proclamaron La República de los Hombres Musaraña, y ella. Siempre ella.





-H-

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