jueves, 11 de abril de 2013

Llegar a Ítaca es llegar a casa.




Imagina por un momento a Homero de resaca, después de una fiesta muy loca en alguna isla del mediterráneo. Imaginadlo ciego, más aún si se puede, dando órdenes a su lazarillo para que le traiga los borradores de sus grandes obras. Y que en un ataque de ira, harto de que los alumnos de la ESO las olviden y confundan; de que en los institutos se sepa más literatura canallesca que clásica; frustrado porque imagina más que vive, lanzara las cientos de hojas al aire. Ilíada y Odisea mezclándose lentamente en el suelo, mientras Homero se descojona de todos los profesores de Hispánicas, de todos los catedráticos expertos, porque él, de resaca, ha decidido reinventarse. Por él y por todos sus personajes que llenos de polvo se creyeron su propia historia.
Decidió reinventarse como yo hago todos los domingos por la mañana. Como yo, todos los septiembres.
Como yo reinvento todas las formas entre líneas para volver a verte.
Y nadie sabe cómo, en un extraño giro de páginas,  Paris acabó de cañas con Ulises, por eso de que las diferencias mejor ahogadas. Los soldados griegos se quemaron a lo bonzo dentro de su propio caballo de deudas de madera podrida (vivieron por encima de no sé qué posibilidades). Los troyanos, disfrutaron de los fuegos artificiales como bonito final de la más puta de las batallas: Decir adiós a su reina.
Y Helena, se embarcó en la Odisea de encontrarse rumbo a una ciudad sin mar. A buscarse mientras se perdía, que es como se hacen las cosas. Mal, como mañanas en las que sol solo será una parada de metro. Y le gusta y asusta a partes iguales.
Helena, reencarnada en otra época llena de sus personajes, a veces tan iguales, piensa que lejos también se puede ganar, y que los buenos héroes siempre regresan.
Se levanta y paga la jarra en Troya, ya no le queda dinero para cenar. Sale del Bar y camina calle arriba, gira en la segunda a la derecha y luego a la izquierda. Sigue recto. Hace siglos que hizo caer un imperio de hombres y ahora arrastra los pies camino a Ítaca y piensa en toda la Odisea que le viene encima, y en todos los naufragios que utilizó como excusa para empezar de cero. Deshacerse de todo y hacerte de bolsillo, si cuela, o te cuelas. Se enciende a ella misma, a falta de tabaco y cruza un mar de lágrimas en menos de dos minutos.
Piensa, mientras, mil formas de verlo todo claro. Se ríe de los pobres cíclopes porque solo tienen la mitad de párpados que besarse. Y ojalá tú nunca sirena, nadie sabría vivir sin tus piernas. También se acuerda de Circe que con su magia podría convertirte en animal-pantera. Y ya no sabe si domesticarte o abrazarte a partes iguales, por lo de mitad cachorro, mitad fiera. Helena, quiere que la aten a un mástil y lo que surja. Perderse en la Isla de Loto, esa que está llena de locos.
La pobre reina, asumiendo la condición trágica de bala y brújula perdida, abre la bolsa de los vientos de Eolo. Y no preguntéis cómo acaba aquí, en Ítaca. Y aunque se sienta de muy pocos sitios, ella  decide llamar a esto su casa. Los miércoles y algún día más de la semana. Y traga saliva y algo de corazón para intentar disimular entre dientes porque sabe que en una mesa,  Penélope la espera matando pretendientes. Tejiéndole con la mirada. Y le gusta pensar que cuando lee, aquí en casa, se piensan mutuamente también, todas estas ganas.


-H-



[Felices 20 añitos, pequeña isla]

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