Existe, en unas coordenadas
imposibles de alguna galaxia improbable, la religiosa certeza de las curvas de
la mujer planeta. La misma que le declaró la guerra un día, cielo a cielo, a
los cometas que me volaban la cabeza. Cuando pasaban: tres segundos eran
suficientes para crear un poema.
Eran días de borrachos en un
universo vestido de fiesta. Andábamos elípticas y paralelas, sin notarnos, en
un sencillo baile de astros desconocidos y rastros de ron-cola con descosidos.
Yo era un sol con complejo de
noveno puesto en su sistema solar. Un Plutón desprestigiado y frío, pequeñito,
que solo se atrevía a abrir la boca en el más absoluto silencio cósmico ante
ese metro ochenta de terrible mujer planeta. Y vibrarme en cada movimiento de
su rotación. Un fenómeno paranormal acelerado. Sujeto de cualquier ansiado
estudio astronómico por lo raro de su atmósfera y cómo su olor me hacía sentir
en casa aun estando a años luz de mi constelación.
Por eso me entenderán cuando les
digo que no tuve otra opción. Con toda la comunidad científica en contra logré
cambiar las leyes de la física en un intento suicida y sin escafandra de
convertirme en su sol satélite, girando y contento alrededor de ella.
Espectador de cada curva de las
carreteras interminables de su superficie. De la anarquía domesticada de sus
animales más salvajes. De cómo se sabía
dueña de la oscuridad del espacio paseándose tranquila y desnuda sobre ella.
Y fui, porque tenía que ser, la
primera estrella que se mordió el labio por todos sus volcanes en erupción. La
primera que creyó en la resurrección de los extintos. En esa contaminación
incipiente que la hacía sucia y bonita a partes iguales. Y no me hagáis hablar
de sus mares y de todo el vapor que se forma cuando se mezclan con mi fuego. Ni
de cómo planeé colonizar cada una de sus montañas para luego agachar,
avergonzada, la cabeza por haber querido ser dueña de tanta belleza.
Eso éramos, la terrible mujer
planeta y un pobre sol satélite, follamándose por culpa de alguna ley de
atracción y de un par de teorías de cuerdas.
Dos puntitos de luz en medio de
la nada, como siempre habían sido, como siempre se bastaban. Quemándose y
ardiendo. Jodiendo a la gravedad si nos abrazábamos. Confundiendo un abrir de
piernas con el despegue de mil cohetes. Tus dedos, con todo el recorrido de la
vía láctea y cualquier cráter extraterrestre con tu boca.
Soy capaz de verte en cada rincón
de este jodido planeta, porque mi planeta eres tú.
foto rápida, no se fuera a escapar.
-H-
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